jueves, 20 de noviembre de 2014

El hombre de la esquina azulada

Hubo un tiempo en el que los hombres se referían a sí mismo como héroes o cobardes. Eran los tiempos en que se hablaba de ellos por la cantidad de almas que enviaban al Hades, de cuánto tiempo resistían el envite del amado por los dioses. Tiempos antiguos y lejanos en los que el acero de la hoja elegía a sus víctimas y no el que empuñaba, o así lo escribió el argentino ciego y erudito. Hubo un tiempo en el que los hombres no corrían de un lugar a otro del mundo sabiendo lo que se iban a encontrar, eran los tiempos en que la ignorancia alimentaba a la imaginación y un viajero esperaba cualquier cosa, El Dorado, seres mágicos y fantásticos, monstruos inabarcables, ciudades que desbordaran la más febril imaginación, cualquier cosa menos la seguridad de un hotel y la salvaguarda de un tour operator. Añoro esos tiempos probablemente porque no los conocí pero siempre me pareció más justa la muerte a los pies de los muros de Ilión que en una residencia para mayores abandonado y solo. Al menos alguien leería mi nombre asociado a los compañeros de Héctor o de Aquiles, con suerte hubiera sido marinero de Odiseo y  trabajado el remo y las escotas del Argos. Pero nací en los tiempos y los lugares de la seguridad. Y ya estoy viejo para deportes de riesgo y aventura. Además, creo en el destino y después de media vida venerando a Borges voy y me encuentro la esquina azulada de Buenos Aires que me predijo en un  poema. Tres versos y una fotografía con tres décadas por medio. Unos versos de un argentino que más parecía ser inglés, y sospecho que era más que parecía. Una fotografía de un español que lo era a pesar suyo, como todos, aunque al final no le desagradara. Como siempre, entre ruinas circulares y tigres soñados, todo se vuelve un bucle sin fin

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